Persépolis y la búsqueda de uno mismo
¿Qué puede sentir alguien que ya no tiene hogar; que no pertenece al lugar de donde nació, pero tampoco al que irá? ¿Cómo podemos cargar con los traumas y las heridas que nos persiguen de por vida? ¿Qué se siente ser perseguido en tu propio país, o tomar un avión y con una mirada decir un último adiós? ¿Quiénes somos cuando “no somos ni de aquí ni de allá”?
De alguna manera -entre tantas cosas- esto es lo que nos relata la película francesa Persépolis, un film que nos relata la historia de Irán a finales de los años 70’ e inicios de los 80’ en los ojos y vida de un pequeña niña llamada Marjane Satrapi, nacida en el seno de una familia progresista y laica, quien ha de ver la caída del régimen del Sah Mohammad Reza Pahlaví y la instauración de un “gobierno revolucionario”, bajo el esquema de una república islámica.
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Lejos de querer parecer una trama melodramática, nos crea momentos genuinamente humanos donde el humor y el miedo coexisten en cada escena, porque si bien no busca ilustrarnos los horrores de la guerra y la dictadura militar tampoco busca omitirla, pues todo el ambiente se recrea en la vida e imaginación de “Marji”, una persona que cohabita entre la cultura occidental –escuchando rock-punk y vistiendo zapatillas deportivas- y la de su propia tierra –un país profundamente religioso y conservador, donde usar el velo es obligatorio y la cultura occidental y su consumo es cuanto menos un delito-.
Persépolis es vivir en medio de una guerra. Vivir en la injusticia para hacer justicia o morir en libertad. Ser perseguido por nuestros ideales, y luchar o huir para jamás regresar. Un mundo donde se nos muestra que la cárcel es un infierno frío y solitario, y se nos pregunta: ¿debemos morir por nuestros ideales? ¿O vale más preservar nuestras vidas y una precaria libertad?
Así no sólo se nos relata la dura vida en Irán donde las bombas, el hostigamiento, las ejecuciones y el hambre son cosas de cada día, sino también las consecuencias de todo ello donde “los hijos acaban yéndose, es normal”. Marji nos revela entonces cómo es la vida al emigrar: nueva, emocionante, pero vacía y casi siempre solitaria. Europa es su destino y si bien ama su nueva libertad, también siente culpabilidad de tener “aquella vida frívola”, mientras en su país “viven un infierno”.
En todo caso, la historia se desarrolla en esa extraña mezcla entre el drama de su propio país donde se nos cuenta que “el gobierno había encerrado tantos estudiantes que ya no nos atrevíamos a hablar de política” y esa otra acera donde “todo el mundo tiene elección […] y es el miedo el que hace que perdamos la consciencia”. A lo largo de la historia nos damos cuenta –junto a Marji- que somos extranjeros afuera, pero ahora también en nuestro propio país; donde debemos cargar con el peso de nuestras vivencias –la muerte de familiares y amigos perseguidos o en la guerra- y que, tal vez, reír sea la única forma de hacer soportable el dolor que nos encierra.
Ante esto se nos invita a ser dignos e íntegros a nosotros mismos, que sin importar adónde vayamos sintamos orgullo de nuestras propias raíces, a explorar nuevos lugares y explorarnos… y aun aunque el peso de seguir recaiga en nosotros mismos, y nos hunda en un abismo depresivo, somos nosotros y sólo nosotros quienes debemos ponernos de pie y seguir en esa búsqueda de resistencia e identidad.
Sin querer decir mucho -porque honestamente creo que es una trama que vale la pena verla-, Persépolis nos muestra la vida misma –que sin necesariamente vivir su tragedia podemos comprenderla, a veces sintiéndola nuestra-: los errores que cometemos, las cargas que tenemos, las heridas que casi nos matan; mas, finalmente, es una enseñanza de la libertad, la lucha por seguir adelante aún deprimidos y sin rumbo, aprender de nosotros mismos, conocer y explorar nuevos lugares, pero sobretodo la búsqueda de uno mismo en todo ese paraje en el cual “la libertad siempre tiene un precio”, que todos debemos pagar y en el cual siempre debemos mantenernos dignos e íntegros sin importar qué: y vaya qué a veces el precio se paga caro.
No puedo evitar sentir cierta emoción y apego a esta historia autobiográfica de Marjane Satrapi, en la que si bien ninguno de nosotros ha tenido que sufrir una guerra en su sentido tradicional, ¿quién de nosotros no puede sentir empatía o identificación en ese momento en que debemos decirle un último adiós a nuestros padres, abuelos, amigos y, en general, a toda nuestra vida? ¿Cuán distinto es el terror y el humor que se confunde en la vida de Miraje y la nuestra? Pero sobretodo, ¿quién de nosotros no ha tenido que buscarse en esa extraña identidad entre lo que fuimos y lo que debemos ser en un nuevo lugar?
Por: Leonardo J. Aristigueta
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